Mi amigo saharahui
En 1972 la vida en España fluía con la inercia cansina y crecientemente retardada de un movimiento giratorio ya añejo, impelido hace tiempo; y las cosas se sucedían igual que siempre, por mucho que flotara en los ambientes intelectualoides la certeza de que pronto algún obstáculo podría interponerse, cambiando la trayectoria de esa evolución hasta entonces predecible con un impulso nuevo y desconocido. Pero eran todavía años que yo califico de “tardo-sesenta”. La O.J.E. seguía organizando sus campamentos veraniegos pre-militares usando los mismos símbolos y consignas de hacía treinta años, desde los primeros “años triunfales”. Era mi primera temporada de arquero, recién abandonada la condición iniciática de flecha. El campamento reunía aquel verano en torno a los pinares y espléndidos arenales de Mazagón un turno formado por acampados extremeños, onubenses y saharahuis que confería al conjunto un inquietante sabor exótico con sonido de timbales al atardecer y visiones de chilabas, extrañas escrituras de derecha a izquierda y un color de piel que no alcanzábamos ningún verano por muchas pistas de rastreo que hiciéramos a la intemperie. Todos éramos españoles porque la unidad patria incluía aquella remota provincia abrasada por la tenacidad del sol del desierto. En efecto, aquellos chavales morenos hablaban español, contaban chistes verdes como nosotros y juntos entonábamos el “prietas las filas” al finalizar el fuego de campamento. Me hice amigo de Ahmed –comerciante nato- de enormes ojos negros, que me vendió una insignia dorada con un camello sobre una media luna con la inscripción “Sahara”, que todavía conservo. Ahmed trepaba a los pinos con asombrosa facilidad para vender por unas pesetas las piñas repletas de sabrosísimos piñones a los compañeros peninsulares más pudientes económicamente.
Alfonso Callejo Carbajo. Cáceres, Extremadura
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