El periódico «Odiel» de Huelva nos sorprendía el día 5 de febrero con e/ siguiente artículo que insertamos integra, sobre nuestro desaparecido Padre Joaquín de Antequera. Agradecemos a su autor y a la dirección del periódico ésta deferencia hacia nuestro llorado Padre Provincial.
Se ensancha el pecho al evocarle ahora que se ha ido para siempre. ¿Cómo era, cómo era el Padre Joaquín? ¿Con qué palabra o lágrima describirlo? ¿Dónde acaba su simpatía y dónde empezaba su santidad? Tan cerca está, y tan distante, que la mente se pregunta si no seremos nosotros los muertos, si no será él, el superviviente en este naufragio diario de corazón y duda, en este permanente exilio de las almas que buscan la verdad sin encontrarla.
¿Cómo era, cómo era el P. Joaquín? Lo estoy viendo frente a mí con fondo de Moguer, con fondo de cales y jazmines de Santa Clara. Lo veo fino, correcto, menudo, con las medidas exactas de un franciscano de "Las Florecillas". Lo veo con cerquillo y barba, sandalia y sayal capuchino, más que con peinado "yeye", como él decía bromeando. Por suerte para mí nunca lo ví de paisano, ni de clerygman, esa cosa híbrida.
Era alegre e infantil como un niño pero bajo su aparente fragilidad había una voluntad santísima, un poder de persuasión increíble. Su virtud estaba desnuda de latiguillos, de sermoneos innecesarios, de apoyaturas y citas. El sonreía y, sonriendo, vencía todas las dificultades. Tan fácilmente, tan naturalmente, tan "divinamente" que amonadaba su certera puntería, su ir derecho al corazón.
Cuando llegó a Moguer era sólo un muchacho, casi un chiquillo. Todos pensamos que era poco fraile para ocho mil almas difíciles. Un año después tenía a los ocho mil moguereños metidos en el bolsillo, en el bolsillo del alma, claro: ricos y pobres, practicantes e indiferentes. No conozco un caso de captación semejante.
Se le veía ir y venir, haciendo como que no hacía nada. Se paraba con una enlutada mujercita. Acariciaba a un pequeño. Daba la paz a un hombre por su nombre. Iba de la parroquia al convento, o a ver a un enfermo lejano, o a remediar un caso de pobreza, o a rematar en casorio unos amoríos apresurados. Iba y venia, siempre sonriente; Y por ninguna parte se le veía la llama. Y por ningún resquicio se le escapaba el humo de su quemadura interior.
Un día, después de diez años, llegó al pueblo una funesta noticia. Al Padre se lo llevaban de superior a Sevilla. ¿Pero era posible? Todo el pueblo se sintió dolorido, asustado como ante un tremendo abismo. Y comenzaron a llegarle al Provincial de la Orden una lluvia de protestas. Pocas veces un pueblo ha protestado, ante 1o que creía una injusticia, con tales ímpetus, con tan exacta unanimidad. Telegramas, cartas, llamadas telefónicas. El Padre Joaquín era ya tan Moguer como el Pino de la Corona, como el cabezo del Cristo, como las palmeras de la Plaza del Cabildo, como la torre de Santa María de la Granada. Si se iba el Padre el pueblo se quedaba como sin aire.
Y se fue. Triunfó, naturalmente, la obediencia. Y, obediente, el Padre marchó a Sevilla para ser superior del convento de la Ronda de Capuchinos, ese convento que tiene todavía olor a fray Diego de Cádiz, a fray Isidoro de Sevilla, donde hay un Museo silvestre de la Divina Pastora y donde Murillo pintó a la Señora en el lino simple de una servilleta.
Sevilla le abrumaba al principio. Sabemos que buscaba en el aire de las tardes como una salutación que venía de Santa Clara de Moguer. Años después fue elegido Provincial de la Bética, esa provincia capuchina que comprende toda Andalucía, Canarias, Guatemala, Santo Domingo...
En Sevilla siguió siendo como un cónsul celeste para los moguereños: paño de lagrimas para los que venían a visitarle en busca de consuelo. Allí, entre Pastoras y nostalgias, estaba nuestro Padre, ya sin cerquillo y sin barbas, con su sonrisa inalterable, con sus bromas infantiles, escondiendo siempre esa llama última y divina que le quemaba por dentro.
Cuarenta y tres años tenía cuando, hace pocos, la muerte le visitó en Granada. Buena ciudad para morir, Señor. Su madre acababa de expirar en Antequera y él tan alegre, tan simple, tan penetrado estaba ya maduro para el cielo.
Ahora puedes venir. Ya, estoy dispuesto para entrar en la eternidad, había escrito un poeta muy amigo suyo, un poeta que recibió de él una altísima lección de vida que nunca olvidará.
Sí, padre, sí. En Moguer -¿Lo ve desde su altura? todo está igual. Los plátanos de Santa Clara son movidos por un vientecillo que viene del río. El Padre Jerónimo -otro bendito de Dios- riega los jeranios. Sube un olor a yodo ya marea. Un viejecito se calienta al sol de la Plaza de las Monjas. En Monte mayor la Virgen pequeñita sigue derramando su misericordia. Los crepúsculos son rojos por el poniente... Todo esta igual, Padre Joaquín y, sin embargo, que distinto me parece todo.
Francisco Garfias, Premio Nacional de Poesía.
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