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viernes, 4 de marzo de 2011

GARFIAS EN SU REINO: VIDA DE FRAY JOAQUÍN DE ANTEQUERA

Fray Joaquín de Antequera

El periódico «Odiel» de Huelva nos sor­prendía el día 5 de febrero con e/ siguiente artículo que insertamos integra, sobre nues­tro desaparecido Padre Joaquín de Antequera. Agradecemos a su autor y a la dirección del periódico ésta deferencia hacia nuestro llora­do Padre Provincial.

Se ensancha el pecho al evocarle ahora que se ha ido para siempre. ¿Cómo era, cómo era el Padre Joaquín? ¿Con qué palabra o lágrima describirlo? ¿Dónde acaba su simpatía y dónde empezaba su santidad? Tan cerca está, y tan distante, que la men­te se pregunta si no seremos nosotros los muertos, si no será él, el superviviente en este naufragio diario de corazón y duda, en este permanente exilio de las almas que buscan la verdad sin en­contrarla.

¿Cómo era, cómo era el P. Joaquín? Lo estoy vien­do frente a mí con fondo de Moguer, con fondo de cales y jazmines de Santa Clara. Lo veo fino, correcto, menudo, con las medidas exactas de un franciscano de "Las Flore­cillas". Lo veo con cerquillo y barba, sandalia y sayal capuchino, más que con peinado "yeye", como él de­cía bromeando. Por suerte pa­ra mí nunca lo ví de paisano, ni de clerygman, esa cosa híbrida.
Era alegre e infantil como un niño pero bajo su aparente fragilidad había una voluntad santísima, un poder de persuasión increíble. Su virtud estaba desnuda de la­tiguillos, de sermoneos inne­cesarios, de apoyaturas y ci­tas. El sonreía y, sonriendo, vencía todas las dificultades. Tan fácilmente, tan natural­mente, tan "divinamente" que amonadaba su certera puntería, su ir derecho al co­razón.

Cuando llegó a Moguer era sólo un muchacho, casi un chiquillo. Todos pensamos que era poco fraile para ocho mil almas difíciles. Un año después tenía a los ocho mil moguereños metidos en el bolsillo, en el bolsillo del al­ma, claro: ricos y pobres, practicantes e indiferentes. No conozco un caso de captación semejante.
Se le veía ir y venir, ha­ciendo como que no hacía nada. Se paraba con una enlutada mujercita. Acariciaba a un pequeño. Daba la paz a un hombre por su nombre. Iba de la parroquia al con­vento, o a ver a un enfermo lejano, o a remediar un caso de pobreza, o a rematar en casorio unos amoríos apresu­rados. Iba y venia, siempre sonriente; Y por ninguna par­te se le veía la llama. Y por ningún resquicio se le esca­paba el humo de su quema­dura interior.

Un día, después de diez años, llegó al pueblo una fu­nesta noticia. Al Padre se lo llevaban de superior a Sevi­lla. ¿Pero era posible? Todo el pueblo se sintió dolorido, asustado como ante un tre­mendo abismo. Y comenzaron a llegarle al Provincial de la Orden una lluvia de protes­tas. Pocas veces un pueblo ha protestado, ante 1o que creía una injusticia, con tales ím­petus, con tan exacta unanimidad. Telegramas, cartas, llamadas telefónicas. El Padre Joaquín era ya tan Moguer como el Pino de la Corona, como el cabezo del Cristo, como las palmeras de la Pla­za del Cabildo, como la to­rre de Santa María de la Gra­nada. Si se iba el Padre el pueblo se quedaba como sin aire.

Y se fue. Triunfó, natural­mente, la obediencia. Y, obe­diente, el Padre marchó a Se­villa para ser superior del convento de la Ronda de Ca­puchinos, ese convento que tiene todavía olor a fray Die­go de Cádiz, a fray Isidoro de Sevilla, donde hay un Mu­seo silvestre de la Divina Pas­tora y donde Murillo pintó a la Señora en el lino simple de una servilleta.

Sevilla le abrumaba al principio. Sabemos que bus­caba en el aire de las tardes como una salutación que ve­nía de Santa Clara de Mo­guer. Años después fue ele­gido Provincial de la Bética, esa provincia capuchina que comprende toda Andalucía, Canarias, Guatemala, Santo Domingo...

En Sevilla siguió siendo co­mo un cónsul celeste para los moguereños: paño de la­grimas para los que venían a visitarle en busca de con­suelo. Allí, entre Pastoras y nostalgias, estaba nuestro Pa­dre, ya sin cerquillo y sin barbas, con su sonrisa inal­terable, con sus bromas in­fantiles, escondiendo siempre esa llama última y divina que le quemaba por dentro.

Cuarenta y tres años tenía cuando, hace pocos, la muer­te le visitó en Granada. Bue­na ciudad para morir, Señor. Su madre acababa de expirar en Antequera y él tan alegre, tan simple, tan pene­trado estaba ya maduro pa­ra el cielo.

Ahora puedes venir. Ya, estoy dispuesto para entrar en la eternidad, había escrito un poeta muy amigo suyo, un poeta que re­cibió de él una altísima lección de vida que nunca olvidará.

Sí, padre, sí. En Moguer -¿Lo ve desde su altura? ­todo está igual. Los plátanos de Santa Clara son movidos por un vientecillo que viene del río. El Padre Jerónimo -otro bendito de Dios- rie­ga los jeranios. Sube un olor a yodo ya marea. Un viejeci­to se calienta al sol de la Pla­za de las Monjas. En Monte mayor la Virgen pequeñita sigue derramando su miseri­cordia. Los crepúsculos son rojos por el poniente... Todo esta igual, Padre Joaquín y, sin embargo, que distinto me parece todo.

Francisco Garfias, Premio Nacional de Poesía.

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