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viernes, 26 de junio de 2009

REPORTAJE SOBRE LOS INMIGRANTES QUE VIVEN EN LOS PINARES DE LAS MADRES


21 días sin papelesRosa Gil

Autor: EL CORREO

Foto: Samanta Villar
La periodista Samanta Villar ha sido “sin hogar”, anoréxica, chabolista... y, ahora, inmigrante ilegal. El programa “21 días” la ha llevado a vivir tres semanas en un campamento de subsaharianos cerca de Mazagón (Huelva).

Nos pareció que habíamos llegado al África más pobre. No había agua corriente ni electricidad, sólo chabolas de cañas y plástico”. Así describía David F. Miralles, director de “21 días”, su llegada a los pinares de Mazagón, donde 800 “sin papeles” subsaharianos habían establecido su campamento. El objetivo: que Samanta conviviera con ellos durante tres semanas, durmiendo sobre palés robados, bebiendo agua de riego y buscando trabajo como recolectora de fresas.

Los subsaharianos son el escalón más bajo de la inmigración. Se mueven por toda España siguiendo las temporadas agrícolas (la fresa en Huelva, el melocotón en Lérida, la aceituna en Jaén...), pero son los últimos en optar a un trabajo. Antes que ellos están los magrebíes con papeles, las rumanas y polacas contratadas en origen y, en este año de crisis, los españoles dispuestos a trabajar en lo que sea. La mayoría de estos “sin papeles” llevan entre tres y cinco años en España, y sólo han logrado trabajar unas semanas. Aun así, no desesperan. “Tienen mucha fe en la suerte –afirma Samanta–. Son muy religiosos. Creen que el sufrimiento tiene su recompensa, que el que resiste gana”.

En familia

Ellos construyeron a la periodista una chabola como las suyas y la adoptaron “como a una hermana pequeña”, asegura Miralles. Todos se levantaban al alba, salían a probar suerte en los campos vecinos y, a las diez y media, “cuando ya les han dicho que no en todas partes”, dice Samanta, volvían al campamento. Allí, Villar se reunía con su “grupo”, habitantes de cinco o seis chabolas que lo ponen todo en común: comida, dinero, turnos de cocina y de recogida de leña... Y, con ellos, dejaba pasar el día: un partido de fútbol, un juego de damas con fichas hechas con chapas de botellas, algo de charla... “La convivencia fue lo mejor –asegura la periodista–. Establecimos una relación muy bonita de intercambio de pareceres. Yo comía con las manos, como hacen en Mali, y ellos me preguntaban si les iban a dar los papeles y por qué aquí no mandaban los hombres”. Esta convivencia es, según Miralles, la clave de “21 días”. “Los espectadores –asegura– comparten la experiencia de Samanta. Pero también nos ganamos la confianza de los protagonistas del reportaje y eso se nota”.

Ninguno de los subsaharianos consiguió trabajar en las tres semanas que duró la grabación. Samanta sí. Tuvo la suerte de conocer a unas chicas rumanas en el bar Felipe –“un local al que sólo van inmigrantes y que es como un bar del Oeste”, dice Miralles– y pasó cuatro días recogiendo fresa. “Es el trabajo más duro del campo, siete horas agachada y recolectando a golpe de silbato, todo por 35 € diarios. Por las noches, los riñones me dolían tanto que no podía dormir. Y aun así, éste es el sueño de los subsaharianos: trabajar”. Pero ese sueño les está vetado y por eso se sienten injustamente tratados. Todos han pasado por centros de internamiento y están en España porque las autoridades los han “soltado” aquí. Pero no se les permite ganarse la vida, nadie se ocupa de ellos y tampoco pueden volver a casa. Para Samanta, lo más duro fue presenciar este callejón sin salida. “Han recorrido un infierno para llegar hasta aquí, convencidos de que podrían progresar, y se encuentran en la miseria –dice–. Y además tienen el “secreto”: se han gastado el dinero de sus familiares o amigos, se han jugado la vida y resulta que se han equivocado. La mayoría no lo cuenta a sus familias. Les dicen que están bien, que tienen un coche, que trabajan. No pueden volver”.

Precariedad

Dormir en la gélida chabola no fue fácil. “Había mosquitos, escorpiones y serpientes –recuerda Villar–. Pero te adaptas; necesitas dormir”. La alimentación también era mala. Samanta adelgazó a base de comer arroz hervido con carcasa de pollo. Los subsaharianos recogían cada martes una bolsa de comida en Cáritas y se alimentaban con eso, con lo poco que podían comprar y, a veces, con lo que cogían sin más. “A un agricultor le esquilmaron su huerto familiar –dice Miralles–. Él no dijo nada. Lo entendía”. ¿Y cuando se acabó la fresa? Samanta sigue en contacto con ellos y sabe que muchos se fueron a Lérida a probar fortuna. “Ojalá tengan esa suerte en la que creen –desea el director del programa–. Aunque la realidad se empeñe en demostrarles lo contrario”.

Historias con nombre propio

Mousa vendió las tierras de su familia en Mali para probar suerte en Europa y ahora se encuentra sin trabajo, sin dinero y sin posibilidad de volver. Hamidou, de Costa de Marfil, huyó de la guerra tras el asesinato de su hermano y no logra el estatus de refugiado. Keita vino para ser futbolista y de aquel sueño sólo quedan las quinielas que echa cada semana.

Samanta convivió con todos ellos en los pinares de Mazagón. Todos confían en que, algun día, cambie su suerte.


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