Temporeras de la fresa
Autor: JAVIER ZURITA
La campaña del oro rojo, como se conoce al fresón de Huelva, da trabajo y sueldo a unos 37.000 jornaleros inmigrantes. De ellos, casi 20.000 son mujeres. La economía de la región depende de ellas. Durante meses, trabajan a miles de kilómetros de casa. Y sólo por 38 € al día. Ellas nos cuentan su situación y cómo viven la jornada laboral en el campo.
Moguer. Finca de la Sociedad Cooperativa Agromolinillo. Son las 7,55 de la mañana. Las mujeres toman posiciones bajo los plásticos. Cada una se coloca en su lomo, la fila de tierra en la que se plantan las fresas. Tienen preparado su “burro”, un carro donde llevan dos banastas de plástico para las fresas, y esperan a que el encargado dé la señal. Raúl Jiménez grita “Vámonos” y una marea de mujeres se encorva y recoge a dos manos las preciadas fresas. Unas lo hacen con guantes de látex para protegerse los dedos; otras, con las manos desnudas. El ritmo es frenético.
“Se contratan mujeres, porque éste no es un trabajo físico, sino postural, y ellas se adaptan mejor. Además, trabajan mucho, se quejan poco y es más sencillo alojarlas. Las mujeres solucionan los conflictos hablando, no enfrentándose”, explica Félix Sanz, técnico de la asociación de agricultores ASAJA Huelva.
Amina y Codu son novatas. Arrancan las fresas de las matas con delicadeza y las ordenan en los envases de plástico. Son dos de las 745 senegalesas que llegado dentro del programa de ayuda a la contratación de inmigrantes. Y es que la campaña del oro rojo, como se conoce al fresón de Huelva, da trabajo y sueldo a unos 37.000 jornaleros inmigrantes. De ellos, casi 20.000 son mujeres. Vinieron desde Polonia, Marruecos, Senegal, Bulgaria, Rumanía y Filipinas a principios de enero y regresarán a casa en junio. Según Félix Sanz, “el contrato de trabajo que firman es por tres meses y garantiza que regresen a sus casas al término de la campaña. Los empresarios les pagan el viaje de ida y el alojamiento; el de vuelta corre por su cuenta”.
Para Úrsula, polaca de 35 años, ésta es su sexta temporada. “El viaje fue duro. Pasé tres días en un autobús y recorrí 3.500 kilómetros. Llegué agotada porque apenas dormí en el trayecto, dolorida y con las piernas hinchadas. En la finca, me instalaron en la casa nº 8, junto a Cristina, Teresa y Wiesie, también polacas”. Un día de descanso... y al tajo.
Amina tiene 42 años y es secretaria. No está casada ni tiene hijos. “En Senegal no tengo trabajo y necesito dinero para comprar una casa a mis padres. Con lo que gano aquí, aguanto en mi país durante casi todo el año, aunque mi sueño es quedarme en España y encontrar otro trabajo menos duro. Por eso, estudio español en mis ratos libres”.
60 CAJAS EN UN DÍA
La marroquí Hafita tiene 40 años y dos niños a los que cuida su madre. “Mi marido se ha quedado. No ve mal que yo trabaje aquí, porque gano 38 € al día y allí, vendiendo fruta, no me dan más de seis. Mando el dinero a mi familia para que mis hijos tengan lo que necesiten”. Trabajan de lunes a sábado, de ocho de la mañana a tres y media de la tarde, con media hora de descanso para comer. Durante siete horas y media, cada una puede coger 60 cajas de cinco kilos sin apenas parar para descansar. Una vez que las banastas están repletas de fresas, las temporeras las ordenan sobre los palés. En ese momento, Fátima apunta las de cada temporera. “En un día bueno recolectamos hasta 12.000 kilos”, dice. Después, cogen dos banastas vacías y vuelven a empezar. Como mucho, dan un paseo hasta la manguera para refrescarse antes de seguir la tarea.
El sol cae de pleno sobre los invernaderos. Varias senegalesas entonan canciones de su país, dos polacas bajan el ritmo de recogida mientras comparten caladas de un cigarrillo y unas marroquíes se colocan los hijabs (pañuelos). “Ya sólo falta una hora, chicas. Ánimo”, dice Naima a sus compatriotas.
CON NEVERA Y LAVADORA
A las tres y media de la tarde acaba la jornada. Los invernaderos se vacían y la vida vuelve a las viviendas. Nada más llegar, se quitan las botas de agua y, una tras otra, pasan por la ducha. Los patronos les dan casas acondicionadas y revisadas por los sindicatos. Todas tienen un comedor con cocina, lavadora y nevera, y dos o tres habitaciones en las que duermen de cuatro a seis personas. Suelen convivir mujeres de la misma nacionalidad para evitar conflictos.
“Nos turnamos para hacer las tareas de casa. Así ninguna hace más y todas contentas”, dice Aminata, senegalesa de 35 años. La convivencia es bastante buena. “Nos ayudamos mucho, sobre todo con el idioma, porque cuando eres novata estás perdida. Con tus compañeras de vivienda y de cuadrilla compartes ratos divertidos y nostalgias. De un día para otro, son tu segunda familia”.
Aunque las mañanas en el campo son duras, a la mayoría de las temporeras les quedan ganas para divertirse por las tardes. “Nos aburrimos y eso es lo peor, porque nos entra el bajón. Al principio, me acordaba del niño y de mi madre, y me echaba a llorar”, cuenta Mª José, una sevillana de 23 años. “Por eso, todos los días bajamos a Moguer a tomar una cerveza o dar un paseo. Sin salir de la finca, no aguantas. El campo quema, porque dejas atrás tu familia y tu casa”, aclara su marido, Antonio, de 25.
MERIENDA Y CANCIONES
Otras se reúnen en una casa para merendar, jugar a las cartas o ver la televisión. “Cuando estamos aburridas y tristes, cojo mi guitarra y cantamos canciones polacas”, dice Agnieszka. Está separada, tiene 29 años y un niño de nueve, y gana un dinero extra cantando en una discoteca del pueblo los viernes y sábados. “Necesitaba venir porque mi hijo hace la comunión y tengo muchos gastos”.
Una tarde a la semana, por contrato, los patronos las llevan al pueblo más cercano para comprar y llamar por teléfono. Algunas aprovechan para ir a la peluquería. “Las polacas suelen venir todas las semanas. Son las que más se arreglan. Ellas se tiñen de rubio y las rumanas, de negro con mechas”, dice Mª Ángeles Pérez, de la peluquería Mayma.
Joana Kowalewicz convive desde hace cinco años con Manuel, un español mayor que ella y con dos hijos. Al principio, algunos lugareños, sobre todo mujeres, les miraban sorprendidos. “Les extrañaba la diferencia de edad y de cultura. Pero al ver que íbamos en serio, me aceptaron como a una más”, explica Joana.
Sara Dj, argelina de 39 años, no podría sacar adelante a sus tres hijos, sin la ayuda de sus vecinas españolas. “Es cierto, que algunas te miran mal y desconfían, pero son casos contados. Por lo general, la gente es amable. Me dan comida y ropa para los niños, porque saben que lo necesito. Mi marido no vive conmigo, porque me trataba mal, pero no me ayuda y no llego a fin de mes”. Según Naima, marroquí y veterana, “no hay problemas de integración. En Moguer nos reciben con los brazos abiertos y nos tratan bien. Dejamos dinero, somos trabajadoras y encima no damos problemas”.
EL PRECIO DE LA INDEPENDENCIA
En junio volverán a su país con dinero, más morenas y con una actitud diferente. “En enero se muestran sumisas y tímidas. Vienen a trabajar y punto. Pero cuando regresan tienen más carácter, se muestran independientes e incluso visten prendas más atrevidas. La convivencia, la posibilidad de trabajar y ganar dinero, y ver otras formas de pensar y vivir les cambia la vida a muchas. Por eso hay maridos que las impidan venir al año siguiente”, explica Raúl Jiménez.
En cuanto sus sueños, hay para todos los gustos: trabajar en sus países para no dejar a sus hijos, regresar en la próxima campaña... o traer a su familia y empezar una nueva vida en España.
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