Antonio Ramírez Almanza
05/03/2010
Miro un perfil y una hoja. Toco un horizonte y el cuerpo de una duna. Olfateo el silencio de un atardecer. Oigo el movimiento del color. Saboreo la limpia luz entre las olas y el mar. Y entre los susurros que van del iris a la retina me acerco al cuadro, lo mido en la estrecha frontera del eco con la mirada y contemplo… Las líneas se hacen plácidas, la textura de las formas se interiorizan y hacia el hilo de la imagen ya nítida le pongo nombre a las manos ejecutoras: María Ferrera.
Con ese lirismo de un contemplativo medio ausente, fue como me acerqué por primera vez a un óleo o tal vez una acuarela de esta moguereña. No sé en que exposición perdida en mi memoria de visitante ocasional o invitado (quizás en un Mazagón de finales de los ochenta). Lo cierto es que su obra es siempre una especie de retorno al exterior para sentir más los adentros.
Invariablemente en ese espacio que nos circunda, la pintura de María Ferrera parece que se mueve con los primarios ciclos de la existencia. Toma de todos sus campos visuales las imágenes, como resortes que están mostrados para la traslación de sus dedos a la tela, de su mano-pincel al roce con el lienzo. Debo pensar que poemiza y unta al mismo tiempo. Traspasada en el embeleso de percibir las formas me digo que los colores le llegaran como una sustancia alimento: ahora, una flor en índigo con rojos y verdes; luego, el albor en la playa con los planos primeros del ocre dunar y el pino en longitud de soberbia plena; mas tarde, el cristal de Moguer, sin tapices, portentoso y arrogante, dueño de sí y de las manos que lo recrean, días en que es azul cubista, tardes en que es encarnado como el espejo del río que le abandona, mañanas en que se muestra abierto, sin letanías, limpio con las nubes de la estación, esas que fugaces se abrieron y cerraron en un segundo por la mente de la artista.
Ahora que María se ha vuelto retrospectiva, hasta la quietud de sus naturalezas muertas tienen vida. No es atrás lo que ella quiere, es un seguir, decirnos que el pulso le va del aire a la tela y del lienzo enmarcado al alma viva de quien quiera contemplarla para el goce de la mirada.
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